Soledad en al sofá

Despierto. Aún no abro los ojos. Siento el peso del mundo sobre todo mi cuerpo. ¿Qué hora es? Imagino que es muy temprano. Pero al abrir los ojos, la luz me desengaña: son casi las diez de la mañana.

Intento levantarme, pero todo el cuerpo me pesa. Dormí muchas horas, debería estar bien, pero no lo estoy. Doy vueltas en la cama, intentando despertar a mi cuerpo, quizá todo es un mal sueño. No lo es: estoy exhausto.

No es el cansancio que llega tras una semana pesada o el movimiento de los músculos, es un cansancio más profundo, más allá de los huesos.

Me levanto, intento que mis pies hagan raíces en el piso, lo suficiente fuertes como para estar de pie. Me sostengo y me animo a dar los primeros pasos.

Abro la llave y espero que el agua me cure, que traiga la vida que dicen que creó. Pero levanto la mirada y descubro en el espejo que el hechizo fracasó: allí no hay vida, solo vestigios.

Conozco estos días, esos que van más allá de la tristeza. Aprendí a reconocerlos con el tiempo: esos días que no deberían ser.

Entonces, ella toca mi hombro: la soledad. Inmensa, todo lo invade. Mi cama, mi habitación, mi casa, mi ciudad, mi mundo, el universo. Es una sombra que todo lo cubre, pero nadie la ve.

Respiro e intento que el aire se la llave. Inhalo, uno, dos, tres, cuatro, cinco. Sostengo, uno, dos, tres, cuatro, cinco. Exhalo, uno, dos tres, cuatro, cinco. Aquí sigue.

Viene la oscuridad, lo sé. Pero antes de que llegue, tiro un salvavidas: le escribo a mi amiga y le pido que cada tanto me pregunte cómo estoy.

Y entonces ocurre: llega la oscuridad en pleno sol. Me siento solo, diminuto, solo, invisible, solo, inservible, solo, innecesario, solo.

Tomo una ducha rápida y desayuno para poder volver a la cama. Duermo a ratos, pero siempre despierto y allí está.

Me escriben: saldremos a cenar. Pienso excusas para cancelar, incluso pienso en decir la verdad: no quiero. Pero yo lancé ese salvavidas. No es la paroxetina o un milagro lo que me salvará, soy yo. Acepto y me vuelvo a tirar a la cama.

Pierdo la noción de las horas. En la oscuridad, todo sabe igual. Parpadeas, y pasa solo un segundo, parpadeas, y pasan tres horas.

Paso todo el día tirado en la cama y en el sofá, solo moviéndome para ver otro techo y otras formas; hasta que llega la hora de cenar.

Me pongo una camisa y decido usar uno de mis suéteres favoritos. Esperando que los hilos alienten un poco a mi piel.

El camino está vacío y oscuro. De algún modo, ver lo que siento, me tranquiliza. Y avanzo. Llegar es un triunfo. No pensé lograr moverme este día.

Veo a mis amigas y les explico: esto pasa, esto siento. Tan solo decirlo me alivia, quizá no me cura, pero me alivia. Y de pronto, pasa algo tan gracioso que exploto en risas. ¿Cómo puedo reír en la oscuridad? Aún no lo sé. Pero reí.

Salgo del restaurante y comienza a llover. En el camino, llueve, para, llueve, para, hasta que no deja de llover. Al llegar a casa, me empapo, pese a al abrigo, peso al paraguas, pese a la velocidad, pese a todo.

Me preparo un té, escucho la lluvia por la ventana, me siento en el sofá y la miro una vez más.

Tu nombre

Había una extraña calma cuando escribía tu nombre, como si llegara a casa y dejara atrás la lluvia.

Aunque al comienzo, no era así. Escribía tu nombre nervioso. ¿Contestarías? Éramos dos extraños nada más. Podríamos hablar un día, pero eso no garantizaba nada al siguiente. Podría ser solo un baile o un espectáculo completo.

Poco a poco, tu nombre se volvió un conjuro. Con él, te invocaba y lo que seguía era una aventura: a veces sólo para preguntarte algo simple, otras para contarte ideas complejas que navegaban en mi cabeza.

Cual fuera la respuesta, casi siempre escribías mi nombre. Decías mi nombre y yo podía volar. Pero prefería quedarme allí, a tu lado.

Y yo repetía tu nombre cuantas veces podía: Todas tus letras. Aquello es una de las delicias de hablar con los dedos y no con la boca. Frente a frente, es un poco más extraño decir tanto el nombre.

Dije tu nombre cuanto pude, pero no fue suficiente.

Lo único que me queda de ti es la última vez que escribí tu nombre en aquella carta donde te dije adiós.

No me atrevo a tirar tu nombre. Hoy no.

No se lo dije a nadie

Ayer me sentí más solo que nunca. Tras dejar que se llevaran mi sangre, me quedé esperando a que me volvieran a llamar para meterme a la resonancia magnética. Estaba aterrado y no se lo dije a nadie.

Hace un par de días, movido por la esperanza y la desesperación, visité a un neurólogo. Intenté decirle todo lo que sentía, todo lo que ha pasado y todo lo que me han dicho. Parecía una terapia para mi cuerpo. En una de las pruebas, el médico notó una leve desviación en uno de mis ojos, lo que explicaría las alteraciones visuales de los últimos meses. El próximo paso era simple: buscar la causa. Estudios y más estudios.

Salí del consultorio embriago de emociones: por un lado, la certeza de no estar loco me entusiasmaba, pero, por el otro, la posibilidad de que algo estuviera mal en mi cabeza me aterraba. Llegué a mi coche, me bañé varias veces con gel antibacterial, me quité el cubrebocas y lloré.

De regreso a casa, el mundo me pareció más oscuro que de costumbre.

Intenté resolver pendientes pero mi cabeza estaba en otro lado. Me di la tarde y le conté a algunas personas qué había pasado. Me escucharon y eso me tranquilizó un poco. Pero a nadie le dije todo el miedo que sentía.

Toda la semana estuve aterrado.

El sábado desperté muy temprano a bañarme. Tenía tanto miedo que ni siquiera noté el ayuno. Mis hermanas construyeron un plan para llevarme y recogerme. Y creo que sólo por eso logré llegar (y volver, claro).

Todo el tiempo que esperé, imaginé las historias de las personas que estaban allí: sigue impresionándome todo eso que pasa en silencio estos meses, porque, pareciera, que todo aquello que no es el bicho, no existe.

Me llamaron, me desvestí, me explicaron qué pasaría y me preguntaron si le tenía miedo a los lugares pequeños y cerrados. Y allí comencé a pensar en todo el miedo que he pasado en silencio los últimos meses. En esos breves momentos en los que la máquina no hacía ruido, pensaba cuánto he necesitado que alguien sostenga mi mano cuando tengo miedo.

Y quizá no hay peor época para eso que ésta: las manos de los otros son peligrosas.

Todo el fin de semana he estado hundido en angustia. Estoy aterrado y no se lo digo a nadie.

No sé por qué. O quizá es este cansancio a que me lean, a que me escuchen… Quiero que alguien sostenga mi mano para aferrarme algo aunque todo ande mal.

A través del espejo (II)

Cuando estoy triste, intento no moverme. Soy una presa que apela a la invisibilidad, no a correr, pues no soy una persona veloz. Pero esta vez, cuando llegó la tristeza, comencé a moverme. No sólo mi cuerpo corrió, también mi pensamiento. Lo descubrí cuando platiqué con mi psiquiatra.

No quiere decir que, en ciertos momentos, no aspire a pasar desapercibido y quedarme inmóvil en el sofá. Justo llevo un par de horas así: imaginando eso fantástico que no será (una verdadera ducha de melancolía). Pero hoy quiero hablar cuando logro estar del otro lado, que no sé si es mejor, pero sí es distinto. Esas batallas en las que estoy, pero no se ven.

La primera fue con mi cuerpo. Desde hace un año (quizá poco más, quizá poco menos) intento cuidarme más, pero esta vez, el esfuerzo está siendo más grande. Despierto y hago ejercicio, termino de trabajar y hago ejercicio. De pronto, me descubro esperando ese tiempo, porque, a veces, el cansancio es tan grande que no puedo pensar (sobre todo cuando tengo que hacer una plancha): y por un minuto mi cabeza respira. Curioso que esto le pase a quien, de pequeño, la clase de deportes le daba náuseas.

De pronto, me veo en el espejo, y en ciertos ángulos, veo mis hombros más anchos y, si me esfuerzo, mis brazos un poco más marcados. Y le escribo emocionado a mi mejor amiga. Aunque, el resto del tiempo, sobre todo en las fotografías, sigo viéndome más o menos igual.

La segunda fue con mi pensamiento. No es un secreto lo insignificante que puedo llegar a sentirme: una ventana que alguien minimizó (yo, seguramente). No suelo encontrar grandes cualidades en mí, eso incluye las horas de trabajo. Si nadie reconoce mi trabajo, yo no lo hago; incluso, a veces, aunque alguien lo haga, yo no. Pero hace un par de de días, llegó una propuesta que, sobre todo, me exige reconocer lo que hago bien y lo que sé. Tomé la propuesta.

De pronto, me encuentro emocionado por contar lo que sé y lo que he hecho, pero también estoy aterrado por enfrentarme a lo desconocido. Sin embargo, esta vez, el miedo a perder este vuelo es más grande que el miedo a fracasar.

La tercera fue con mi cariño a mí. Estoy en una batalla constante con el espejo, en la que asumo que cada vez que pierdo es por ser feo. Superficial, quizá, pero me sorprende esta fuerte idea que tengo de ser inteligente, pues, doy por hecho, que mi inteligencia siempre basta. Aunque nada es suficiente para sentirme digno del amor ajeno. ¿Qué podría ver alguien en mi cuerpo?

Confieso que, por el momento, no hay un de pronto aquí. Estoy en esta guerra sin saber qué hacer, sólo sé a dónde tengo que llegar, pase lo que pase: aunque nunca nadie me ame, no quiere decir que no sea digno de ser amado (algo como lo que dijo Anne). Y esa es la bandera que busco.

Es justo decir que, este tema, aún me lleva al sofá a sentirme invisible.