La estrella de dos picos

La lluvia comenzó súbitamente a las cinco. No hubo nubes grises ni vientos fríos que alertaran, quien más lo lamentó fue mi gato (su tarde al sol fue interrumpida). Granizó un instante, pero el resto sólo fue una lluvia tranquila, pese al concierto de crujidos en el cielo. Yo tenía un par de cosas en el fuego, una cena y un compromiso. Tras un último hervor, preparé un té (nada especial, uno rápido) y me acerqué a la ventana a mirar el final del espectáculo: las últimas gotas, los caminos trazados en las ventanas y la danza de las hojas al quererse quitar los vestigios del aguacero. Dejé mi taza y salí a ver qué desastre había dejado el granizo. Temí, sobre todo, por el manzano (que aún no lograba olvidar las tormentas de julio) y las violetas. A unos cuantos pasos de la puerta, encontré una extraña piedra. Estaba enlodada, pero emitía dos extraños resplandores: dos picos de luz. Era una estrella caída, agonizante. Pronto perdería esas dos extremidades restantes y moriría. Se lamentaría la pérdida de una maravilla fulgente, pero nadie le daría unas últimas palabras y, a los pocos días, quedaría olvidada, como cualquier susurro. Bajo otras circunstancias, la habría dejado allí, mas ese día me sentía especialmente esperanzado, con ganas de esperar y creer algo. Tomé la estrella y volví a casa.

No sé bien qué buscaba. Quizá quería revivirla o tal vez sólo pretendía darle un último aliento, uno cálido.

Estaba fría, casi como una bola de nieve. Sentí que si la acercaba a las paredes, éstas se congelarían, y más tarde, el mundo entero. Tomé la taza de té (aún un tanto caliente) y hundí la estrella en esos últimos sorbos. Pero poco sucedió, parecía que comenzaba a tiritar. Volví a la cocina y busqué calor. Me alejé del microondas y, entre las cazuelas con los guisos, encontré un comal (donde antes había tostado nuez, cacahuate y sinsabores). Llamé al fuego y dejé a la estrella en ese disco de metal negro. Nada. Pensé que ese cuerpo celeste moriría entre una sartén con chicharrón en salsa verde y una olla con mole; sin embargo, algo despertó mi asombro: la estrella comenzaba a moverse, primero, sólo se mecía (de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, un, dos, un dos), pero después saltaba. Casi bailaba. Creo que vi chispas salir de ella. La arropé en un tortillero cuando noté que empezaba a cansarse. Estaba tibia, casi como una tarde de otoño.

Volvía. Ella volvía.

Subí con la estrella a mi alcoba y la arropé en una manta que, aun en los inviernos más fríos, me trajo consuelo y compañía. Estábamos sobre un colchón solitario (que no siempre había sido así). Imaginé cuánta melancolía estaría sintiendo, no pude evitar pensar que habría una constelación incompleta en el firmamento, y sólo los pájaros y las nubes lo sabrían. Tomé todos los libros que encontré que contaban historias del espacio y comencé a leerle. Mis palabras se volvieron una papilla de resplandores e ilusiones con un aroma conocido, a casa.

Seguí leyéndole varias horas más, pues ese día me sentía especialmente esperanzando, con ganas de esperar y creer algo. Esperé que sus mecanismos cósmicos le regresarán la luz a los otros picos, sin dejar de creer que, incluso, sólo con dos podría volver a volar. A brillar.

Relicario pedagógico

Confieso recordarlos a todos. Cuando era pequeño, me contaron sobre ellos: mujeres, brujos, monjas, duendes y elefantes que enseñaban a contar, a escribir, a leer y a dibujar, mientras buscaban artimañas para castigar. De cada uno guardo historias, algunas majestuosas, otras terribles y unas cuantas absurdas.

Estaba La Gigante. Era una mujer alemana con sangre de gigante. Sus aretes eran del tamaño de mi cabeza, usaba pieles de cebras, preparaba waffles para el desayuno y me enseñaba palabras en alemán. Siempre dijo que yo era un niño inteligente y cortés, aunque nunca dejé de creer que me haría comer alacranes a la primera palabra mal entonada.

En las tardes, pasaba tiempo con La Emperatriz de la Tinta y la Sopa. Me aventuraba a bajar cien mil escalones a sus salones secretos para aprender a dibujar caballos. Ella me llamaba Ojos de Venado y olía a pintura fresca. Pasaba esa hora pegando sopa, entendiendo el mecanismo de las alas y pintando caballos, pues eso quería hacer el resto de mi vida.

Unos años después, conocí al Mago de los Números. Todas las mañanas tenía que correr un interminable maratón numérico. Quince por trece, más veinticinco, por cuarenta, más veintisiete, menos trece… Poco entendí de su treta, hasta que noté que nunca tuve problemas con los números.

Ellos son algunos (los primeros). Y espero conocer a otros.

Los hombres viento

Nadie recuerda a los hombres viento.

Antes de serlo, ellos fueron hijos amados, enemigos temibles, desconocidos amables, vecinos graciosos, todo cuanto imaginemos. Llevaban una vida, como cualquier otro: nacían, perdían el camino, sonreían, ascendían, limpiaban vajillas, bebían vino y esperaban el autobús. Sin embargo, un día, cada uno decidió volverse un hombre viento.

Ocurría a cualquier hora, tras el café de la mañana, en la hora sin sombras, antes de la primera estrella, frente a la oscuridad de la noche. Comenzaban el día sin proponerse ese cambio: celebrarían algo especial, llegarían temprano a casa, besarían a su pasado, irían al cine y tropezarían en la calle. La vida continuaba. Anhelaban poco o, incluso, el universo. Cada uno, a su tiempo, llegó a una puerta del viento: un risco, un abismo, un rascacielos, una ventana y todos aquellos lugares donde el viento acaricia y golpea.

Frente a esa puerta del viento, ellos decidieron irse. Su marcha empieza con el regalo del olvido: pierden su pasado y desaparecen de las historias ajenas. Abren los brazos y despiden a su cuerpo. Sus manos, sus ojos, sus tobillos, sus párpados, todo se vuelve viento. En ese instante, descubren el mundo entero: el comienzo y el epílogo, el calor y la nieve, la felicidad y la angustia, la vida y la nada. Y nunca más regresan. No tendrían a qué.

Nadie recuerda a los hombres viento.

Y cuántos habremos conocido.

El terrible monstruo

Él era un terrible monstruo. Eso decía la gente y así se sentía él. Era grande, peludo y escupía fuego. Cierto día, cansado de las burlas y los gritos de horror, decidió entrar al colegio para curarse. Se imaginó como el resto y esa misma noche se soñó pequeño, tan diminuto que nadie lo miraba. En el camión de la escuela, no encontró otros como él.

Mordía sus garras (y más tarde el pupitre) esperando a que sonara la campana y comenzara la magia. No sabía en qué clase aprendería a dejar de ser un terrible monstruo. Tras un escritorio lleno de manzanas rojas, apareció la maestra y la mañana interminable comenzó. Todo le parecía fantástico, pero su enfermedad no desaparecía. Los números no le hicieron ni cosquillas. Los deportes lo hicieron sentir más grande y, por ello, más monstruoso. Pensó que el tambor que tenía en el pecho cuando había música lo curaría, pero no fue así. Seguía siendo un terrible monstruo.

Cuando todo parecía perdido, la maestra apareció y sin saber cómo pasaba, poco a poco, algunos dibujos comenzaron a tener un nombre y un sonido. Él estaba aprendiendo a leer. Sentía llamas en sus ojos al ver las palabras. Primero leía todos los letreros y más tarde, en un día lluvioso, llegó a los libros. Sin darse cuenta, pasaba todas las tardes en ellos: en otros lugares.

Descubrió que su enfermedad disminuía día con día. Seguía siendo grande, peludo y escupiendo fuego. Pero algo le parecía distinto. Ya no era terrible, sólo era un monstruo. Encontró a otros como él, aunque seguían siendo distintos. Y eso le gustó.