Desperté

Siempre he despertado temprano.

Cuando era pequeño, solía despertar muy temprano a grabar mis caricaturas. Sin ninguna alarma. Abría los ojos a las 6:25 para estar listo a las 6:30. Recuerdo una vez que me desperté unos minutos antes de las 7. Nunca me había levantado tan angustiado: ¿qué me había ocurrido? Aunque, lo verdaderamente importante, era saber qué había pasado en mi caricatura.

Recuerdo que me decían que durmiera más, que cuando entrara a la escuela iba querer quedarme en cama hasta tarde. Pero no fue así. Nunca tuve problema para despertarme y entrar a la ducha. Quizá con el paso del tiempo levantarme sí es un poco más difícil. Pero mis ojos están abiertos desde temprano, casi siempre le gano al sol.

Me aterra quedarme en casas ajenas justo por esto: qué hago mientras la gente se levanta. Siempre he sentido que tengo que estar inmóvil hasta que alguien más despierte. Y, a veces, pueden pasar horas. Siento que moverme y explorar la habitación o la casa de otros mientras duermen sería una invasión a su privacidad. Y entonces me quedo quieto, haciendo ruidos de vez en cuando para que alguien despierte.

En los viajes, en la estructura de planes, yo soy siempre el primero en ducharme porque soy el primero en despertar, aunque eso no quiere decir que sea el primero en estar listo.

Hace poco desperté en otra cama. El cielo ya no era negro. ¿Por qué no se levantaba? Intenté copiar el ritmo de su respiración para volver a invocar al sueño, pero, como siempre, fue inútil. Tosí un poco y me moví: eso me despertaría a mí, pero parece que sólo a mí. En un ataque de desesperación le piqué la nariz, pero fue inútil. Me levanté con la idea de preparar el desayuno, pero al tocar el piso la idea de explorar su espacio me abrumó: ¿Qué podría usar? ¿Dónde guarda todo? Regreso derrotado a la cama una vez más.

Escuché su susurro «vuelve a dormir», y tomé eso como una invitación a hablar. Pero no me respondió. Intenté decir algo interesante o profundo para ahuyentar a su sueño, sin embargo, perdí la batalla.

Cerré los ojos con fuerza, como si eso trajera al sueño. Pensé en dormir. Pero sólo entré en ese sueño falso que hace la imaginación.

Me harté. Decidí abrir los ojos para gritarle que tenía hambre, que era hora de despertar. Pero ya no estaba. Entonces, descubrí que, por fin, yo había despertado.

El sueño que no fue

Desde hace un par de años, anoto sueños que voy teniendo: esas ganas que quiero que se vuelvan planes y, más tarde, la realidad. Los escribo en cualquier lugar: cuadernos, hojas sueltas, servilletas y más. Aunque también es cierto que no los guardo en ningún lugar en especial. Creo que, al escribirlos, de algún modo, comienzo a hacerlos tangibles. Y muchas veces eso basta.

Hace unos días, ante el inminente final de mi libreta donde llevo mis pendientes del trabajo, comencé a hojearla, buscando anotaciones importante, siempre hay por ahí algún teléfono que no debo perder, un pedido que se va quedando atrás o un dibujo que hice en alguna junta. En mi viaje entre las hojas encontré sueños que tenía contigo.

Miré el primero por varios minutos: Ir a Japón juntos. Me pregunté qué pasaría con todos estos sueños, quizá pueda cumplir algunos por mi cuenta, a solas, pero otros, seguramente, se perderán.

Pienso en este sueño aún: los cerezos y mis manías desde pequeño. Casi podría ser un sueño posible pero el final es catastrófico: juntos. No hay un juntos más. Me pregunto si al borrar esa palabra no estaría haciendo trampa o, más bien, escribiendo un nuevo sueño. Y éste, el de irnos juntos, desaparece.

¿A dónde van los sueños que no cumplimos? Tendría que haber un cementerio al que podamos irles a llorar, a hablar con ellos.

Encontré otros mucho más simples, que me pregunto por qué no cumplí, como cocinarte. Qué fácil habría sido ir al súper, comprar lo que necesitaba y pedirte el postre a ti (porque yo no sé hacer postres, aunque, en realidad, tampoco los como mucho). Heredé el sazón de mi tía, pero hace tiempo que ya no me gusta cocinar, sólo hago lo básico, pero un día me dieron ganas de cocinarte. Tomarme el tiempo para cuidarte: una mundo para dos.

Ni siquiera pudimos cumplir los sueños más insignificantes: esos que habrían parecido un día igual a cualquier otro.

Hubo muchos otros, pero llegué a uno dónde estabas, pero entendí que sólo eras compañía, no una torre ni una base, sólo una compañía. Supe que me inspiraste a este sueño, pero comprendí que no tenías que estar. Aún no puedo hablar de él: pero allí va, poco a poco, en marcha.

Pero, ¿y todo lo demás?

Cumplo dos semanas desde que te dije adiós.

A través del espejo

Hace dos semanas comenzó la gran explosión. Quizá pude ser más listo y dejar que todo ocurriera poco a poco, que no todo se destruyera en unos cuantos días. Pero, en ese momento, me pareció que todo tenía que explotar. Pues, ¿no es una gran explosión lo que origina todo?

Recuerdo que cuando la crisis por el virus y el confinamiento empezó en mi país, estaba aterrado. El futuro lucía terrible (tanto como el presente). Sentí que debía ser fuerte y lo intenté. Confieso que las primeras semanas lo logré. Me sostuve. Me aferraba a todo lo que podía (mientras pude). Pero hay un montón de cosas destruyéndose y puede que, tarde o temprano, no haya nada que te sostenga. Y así fue para mí.

Me aterraba hundirme. Pues ya he estado ahí. Y salir fue difícil: la gran victoria de mi vida. Me recordaba en diciembre: fuerte, satisfecho y feliz. E intenté luchar así. De verdad lo intenté. Incluso hubo semanas en que pensé que lo lograría.

Quizá fue esta sensación la que no me dejó ver que el mundo, el mío, estaba llenándose de minas: bultos en el camino que, al mínimo toque, explotarían y, seguramente, arrasarían con todo a su alrededor. Me pregunto una y otra vez: ¿cerré los ojos o, de verdad, era imposible que viera esto?

A ratos triste, a ratos preocupado, a ratos ansioso, a ratos cansado, a ratos harto. Cada vez me era más difícil encontrar una inyección de esperanza y energía. Me sumergía en un té para dormir como a las nueve para quedarme dormido lo más pronto posible.

Algo que sí noté fue esa sensación de soledad que cada vez me invadía más y más. Aquella en la que sientes que el cariño a tu alrededor desaparece. Sin embargo, me fue difícil compartirlo porque, de algún modo, siento que invalido a mi familia y a mis amigos: me siento solo, aunque estés aquí. Pero este monstruo no es ajeno para mí, así que tampoco despertó más miedo en mí. Es curioso, ¿no? Cuánto deberíamos escucharnos.

Pero hace dos semanas, di un paso en falso y explotó la primera mina. Era una tan grande que los primeros segundos después de la explosión, me sentía confundido. No entendía qué había pasado. Miraba a todos y todos seguían igual. ¿Quizá había sido mi imaginación? Entonces me miré sólo a mí. Había muchas cosas destruidas: planes, treguas, ganas y relaciones. Intenté descifrar qué había pisado, pero, antes de hacerlo, descubrí que todo el camino estaba lleno de minas: bestias aclamando ser despertadas para arrasar con todo.

Estaba aterrado. Intenté hablar con alguien. Pero las palabras precisas no salían. Miré el camino una vez más y decidí que explotaría todo.

Fueron tres días de explosiones. Las minas frescas despertaron a las antiguas; las grandes, a las pequeñas (a veces al revés). Comencé a sentirme traicionado, solo, abandonado, triste, desesperado, feo, deshilado, rechazado, usado, quebrado… Una vez más, intenté hablar, pero las palabras no aparecían. ¿Hay algo peor para alguien que vive de la palabra que no tener palabras? Me asfixiaba.

Y en un intento desesperado por respirar, llamé a mi psiquiatra más de 6 meses después de haber sido dado de alta. Los minutos antes de entrar a consulta, me sentí un verdadero fracaso: allí estaba yo, otra vez, destruido.

En las terapias pasada, sólo lloré una vez: el día que fui dado de alta. En esta lloré al contarle todo (al contarme todo). Todo lo que parecía sostener el mundo había desaparecido: mi familia, mis amigos y el romance; el trabajo y la diversión; los planes y la salud. Y sentí (siento) que todo desapareció por lo que soy. Me culpé una y otra vez.

Los últimos minutos de la terapia fueron los más difíciles: volverían los medicamentos y ya no sólo serían encuentros de rutina, ahora, hay algo que atender.

El tratamiento es simple: anfebutamona, terapias y ejercicio (mucho ejercicio). La idea de tener que enfrentar algo con mi cuerpo me aterra. Pero aquí vamos, a través del espejo.

El fondo

El agua está caliente, aunque no quema. Entro con cuidado. No quiero resbalarme. Puedo sentarme en la orilla. Cuánta seguridad pueden darnos los bordes. Me despego a ratos, pero regreso. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? Mis manos aún no están arrugadas. Aún hay tiempo. Me sumerjo. Intento decidir qué color tiene el agua. Es transparente, lo sé, pero a ratos parece turquesa, y después la noche la pinta y parece el universo.

Creo haber escuchado algo en el agua. ¿O fue afuera? Quizá debería intentar salir. Tomo aire. Pero el oxígeno en mi cuerpo me calma y decido esperar otro poco. El agua aún se siente bien. Vuelvo a sumergirme. Pero regresar me parece un poco más difícil. ¿Estaré perdiendo fuerza tras todo el tiempo en el agua?

Intento salir pero algo me sostiene. Primero creo que está en mis pies, pero mis manos tampoco pueden moverse mucho. Miro el agua pero es como no ver nada. El agua es espesa y oscura. Me abraza con fuerza. No me muevo, pues temo hundirme.

Pido ayuda, pero nadie viene.

Sigo sin moverme. Pero comienzo a hundirme. El agua es más espesa y fría.

Cuando temo que mi boca quede bajo el agua, lucho con todas mis fuerzas. Golpeo, pataleo, grito, empujo, salto. Pero nada. ¿Dónde está la orilla? No recuerdo haberme alejado de ella. Sin embargo, no la encuentro por ningún lado.

Cada vez el agua pesa más. Ha hundido mis hombros. Ahora reclama mi cuello y después vendrá por mi vida.

¿Todo esto siempre fue un pantano?