A través del espejo (II)

Cuando estoy triste, intento no moverme. Soy una presa que apela a la invisibilidad, no a correr, pues no soy una persona veloz. Pero esta vez, cuando llegó la tristeza, comencé a moverme. No sólo mi cuerpo corrió, también mi pensamiento. Lo descubrí cuando platiqué con mi psiquiatra.

No quiere decir que, en ciertos momentos, no aspire a pasar desapercibido y quedarme inmóvil en el sofá. Justo llevo un par de horas así: imaginando eso fantástico que no será (una verdadera ducha de melancolía). Pero hoy quiero hablar cuando logro estar del otro lado, que no sé si es mejor, pero sí es distinto. Esas batallas en las que estoy, pero no se ven.

La primera fue con mi cuerpo. Desde hace un año (quizá poco más, quizá poco menos) intento cuidarme más, pero esta vez, el esfuerzo está siendo más grande. Despierto y hago ejercicio, termino de trabajar y hago ejercicio. De pronto, me descubro esperando ese tiempo, porque, a veces, el cansancio es tan grande que no puedo pensar (sobre todo cuando tengo que hacer una plancha): y por un minuto mi cabeza respira. Curioso que esto le pase a quien, de pequeño, la clase de deportes le daba náuseas.

De pronto, me veo en el espejo, y en ciertos ángulos, veo mis hombros más anchos y, si me esfuerzo, mis brazos un poco más marcados. Y le escribo emocionado a mi mejor amiga. Aunque, el resto del tiempo, sobre todo en las fotografías, sigo viéndome más o menos igual.

La segunda fue con mi pensamiento. No es un secreto lo insignificante que puedo llegar a sentirme: una ventana que alguien minimizó (yo, seguramente). No suelo encontrar grandes cualidades en mí, eso incluye las horas de trabajo. Si nadie reconoce mi trabajo, yo no lo hago; incluso, a veces, aunque alguien lo haga, yo no. Pero hace un par de de días, llegó una propuesta que, sobre todo, me exige reconocer lo que hago bien y lo que sé. Tomé la propuesta.

De pronto, me encuentro emocionado por contar lo que sé y lo que he hecho, pero también estoy aterrado por enfrentarme a lo desconocido. Sin embargo, esta vez, el miedo a perder este vuelo es más grande que el miedo a fracasar.

La tercera fue con mi cariño a mí. Estoy en una batalla constante con el espejo, en la que asumo que cada vez que pierdo es por ser feo. Superficial, quizá, pero me sorprende esta fuerte idea que tengo de ser inteligente, pues, doy por hecho, que mi inteligencia siempre basta. Aunque nada es suficiente para sentirme digno del amor ajeno. ¿Qué podría ver alguien en mi cuerpo?

Confieso que, por el momento, no hay un de pronto aquí. Estoy en esta guerra sin saber qué hacer, sólo sé a dónde tengo que llegar, pase lo que pase: aunque nunca nadie me ame, no quiere decir que no sea digno de ser amado (algo como lo que dijo Anne). Y esa es la bandera que busco.

Es justo decir que, este tema, aún me lleva al sofá a sentirme invisible.

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