Cerca de Insurgentes, encontré el Museo Universitario Arte Contemporáneo, un laberinto dedicado a los sentidos, a las emociones y al tiempo. El comienzo es una lluvia de colores que mancha, a ciertas horas, las paredes y las escaleras. Poco después, viene una pequeña mesa redonda con la mujer de ojos verdes sobre el tamaño de las mochilas (tu mochila no es muy grande, pero tampoco es muy simple; casi no le debe caber nada, aunque seguro llevas lo esencial). Son unos cuantos pasillos, salones muy grandes y enormes puertas automáticas (que no dejan de parecer bocas de lobos o portales al futuro). Hay puertas tan pequeñas (casi secretas) en los corredores que uno termina sin rumbo, pero en los museos hay que perderse un rato. A veces, se tiene el derecho a empezar en el final, el epílogo es el prólogo y sólo en ese momento se entiende toda la historia, peros los músculos de la imaginación y el entendimiento ya trabajaron. Hay una tormenta dentro de esas paredes: una danza de sonidos, un juego de perspectivas, la inmortalidad, voces ajenas y una breve charla con Remedios Varo y Leonora Carrington (quiero creer que ellas me llevaron a ese lugar).
El colofón del viaje puede ser un café en el sótano mirando rocas, un vistazo a las maravillas del diseño a la salida y un momento a solas con memorias prestadas en Arkheia: La vergüenza de regresar derrotado al pueblo fue lo que lo hizo resistir, dicen en un libro.