Ideas y tormentas en el encierro

Han sido semanas duras e impensables hasta hace unos meses. De pronto, tuvimos que mudarnos adentro: a nuestras habitaciones, a nuestras salas, a nuestros pensamientos, a nosotros mismos. Y el encierro es un jardín para las ideas. Aquí tres que florecieron en mi cabeza:

Cada uno es un mundo, un tiempo, una vida

Cuando esto empezó, todos creíamos saber qué teníamos que hacer y pensamos que el resto debía hacer lo mismo. En teoría, sabíamos que existían diferentes mundos, pero nunca habíamos tenido que entenderlos. No se trata de tener que ir a otro país o a otra ciudad para verlo. En nuestra misma calle, en nuestra misma casa, hay mundos diferentes al nuestro.

Cada decisión es una moneda. Recuerdo a personas suplicar que en mi país cerraran el aeropuerto como habían hecho otros, pero al mismo tiempo, vi a un grupo de cargadores implorar que llegaran más vuelos, pues sin ellos, se termina el sustento (no para mañana, para hoy). ¿Quién tenía la razón? Todos quizá.

Todos queremos que nos entiendan

La vida se sacudió, no hay duda. Un día podíamos salir, al otro no. Un día podíamos besar, al otro no. Un día podíamos trabajar, al otro no. Todos pedimos que entiendan que no somos lo que solíamos ser, que no podemos serlo más, por lo menos en estos días. Es una lucha por ejercer nuestro derecho a que nos entiendan. El gran problema es que no queremos entender a otros.

Nadie estaba listo, es lo cierto.

Dentro, hay tormentas

Cuando llueve, buscamos refugio dentro. Vaya sorpresa fue encontrar que dentro también hay tormentas (casi todas invisibles). Sólo que ahora no podíamos buscar el consuelo de lo que está afuera. No es ninguna sorpresa la tristeza, el enojo y la melancolía que todo lo invade estos días.

ideas

Yo estoy viviendo dos tormentas. Una desde el primer días del encierro, otra desde hace un mes. La primera, decidí vivirla en silencio, pues no hay mucho que hacer hasta que encontremos el ritmo de la normalidad (sea la misma o sea nueva). Pero la otra la compartí con alguien sin querer. Es curioso los aliados que encontramos.

Esas tres ideas bailan en mi cabeza todos los días.

Treinta y dos

Es extraño celebrar la vida cuando se ve tan frágil. Pero aquí estoy, llegando a los treinta y dos años.

No soy lo que pensé que sería a esta edad, cambié mis sueños, transformé mis ideas y dejé a muchas personas en el camino en los últimos años. Elegí la amabilidad y la paciencia. Eso me parece una fortuna: todos los días querer ser una mejor persona. Aunque no es tarea fácil.

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Pese a las tinieblas que cubrieron los últimos días de mis treinta y uno, el año fue bueno. Dejé el antidepresivo y vencí a la depresión; viajé a Seattle y a California; conocí a Aang, a Korra y a Anne; la lucha por el derecho que tenemos a entender se convirtió en mi trabajo de tiempo completo; me enamoré, aunque el río sólo fluía en un sentido; y pasé tiempo con todos aquellos que quiero.

Sí, el año fue bueno.

Baile con la tristeza

Cuando comencé a salir de las tinieblas, nada me asustaba más que sentirme triste. Sentía que un mal paso podría llevarme otra vez a ese lugar al que no quería volver nunca. Podría decir que lo cotidiano más cercano a la depresión es la tristeza. Pueden ser vecinos, pero la distancia es enorme.

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Todo el tiempo quería estar feliz. Me alejé de todo aquello que pudiera ponerme triste. Sentencié a la tristeza. Y eso era desgastante.

La tristeza es parte de nuestro ritmo, al menos del mío. Llega tras un mal día, un corazón roto o una derrota. Y puede llevarnos a lugares fantásticos como una nueva perspectiva o hablar con nuestros mejores amigos.

Recuerdo que las primeras veces que me dejé estar triste, intentaba cortar el momento lo más rápido posible. Y me asfixiaba en trabajo o en cualquier océano que no me dejara pensar. No lloré varios meses. Terrible. Las lágrimas limpian. Y eso es importante, sobre todo para mis ojos, que todo el tiempo añoran lo que se llevó la cirugía.

Acabé de hacer las paces con la tristeza en mi última visita al psiquiatra (la cual yo no sabía que era la última). Recordé todo lo que había sido la oscuridad. Me sentí inmensamente triste de haber deseado que el mundo terminara. El mar brotó de mis ojos y, como si la bruja del mar hubiera robado mi voz, me quedé sin palabras.

Y allí estaba yo, en el sofá, convertido en un océano sin voz, dichoso de tener conmigo a la tristeza y a la vida.

Hoy bailo con ella cuando llega, sea por una hora o un día. Aquí estamos ambos. Y qué felicidad.

Ese momento

No era un jueves cualquiera. La mañana era lluviosa, las calles estaban llenas y tenía una junta del otro lado de la ciudad (que, aquí, significa una aventura llena de baches). Llegué tarde y escuché noticias abrumadores, lo que, unos meses atrás, me habría hundido en ansias. Pero al salir, de algún modo, el mundo no parecía agobiante. Mucho menos terrible. ¿Dónde estaba?

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Culpé a la lluvia, que siempre me pone de buen humor, aunque en realidad esa mañana, el clima me había molestado, pese a la poesía de ver gotitas en mi abrigo verde para las tormentas. ¿O era justo la combinación que pude hacer después de tanto tiempo con mi ropa? Ponerme cualquier pantalón sin asfixiarme, una camisa sin sentirme atado; pero en ese momento tener que ir al gimnasio en lugar de poder visitar mi cama, no me entusiasmada.

Entonces, ¿dónde estaba?, cómo estaba ahí? Quizá estaba enfrentando el día (quizá la vida) de otra forma. No sé cómo pasó. ¿Fue la combinación entre los medicamentos, la comida, el ejercicio, la terapia y el mantenerme ocupado?

Seguí caminando. Cerré los ojos un momento y respiré. El aire olía a lluvia. Me gustaba ese momento. Me sentía fuerte y con esperanza. Sentí un extraño abrazo del presente. Suspiré por mi familia y mis amigos, me sentí grande en lo que hago y soñé con el otoño de Seattle.

Me gusta este momento.