Treinta y dos

Es extraño celebrar la vida cuando se ve tan frágil. Pero aquí estoy, llegando a los treinta y dos años.

No soy lo que pensé que sería a esta edad, cambié mis sueños, transformé mis ideas y dejé a muchas personas en el camino en los últimos años. Elegí la amabilidad y la paciencia. Eso me parece una fortuna: todos los días querer ser una mejor persona. Aunque no es tarea fácil.

32

Pese a las tinieblas que cubrieron los últimos días de mis treinta y uno, el año fue bueno. Dejé el antidepresivo y vencí a la depresión; viajé a Seattle y a California; conocí a Aang, a Korra y a Anne; la lucha por el derecho que tenemos a entender se convirtió en mi trabajo de tiempo completo; me enamoré, aunque el río sólo fluía en un sentido; y pasé tiempo con todos aquellos que quiero.

Sí, el año fue bueno.

Baile con la tristeza

Cuando comencé a salir de las tinieblas, nada me asustaba más que sentirme triste. Sentía que un mal paso podría llevarme otra vez a ese lugar al que no quería volver nunca. Podría decir que lo cotidiano más cercano a la depresión es la tristeza. Pueden ser vecinos, pero la distancia es enorme.

mirror

Todo el tiempo quería estar feliz. Me alejé de todo aquello que pudiera ponerme triste. Sentencié a la tristeza. Y eso era desgastante.

La tristeza es parte de nuestro ritmo, al menos del mío. Llega tras un mal día, un corazón roto o una derrota. Y puede llevarnos a lugares fantásticos como una nueva perspectiva o hablar con nuestros mejores amigos.

Recuerdo que las primeras veces que me dejé estar triste, intentaba cortar el momento lo más rápido posible. Y me asfixiaba en trabajo o en cualquier océano que no me dejara pensar. No lloré varios meses. Terrible. Las lágrimas limpian. Y eso es importante, sobre todo para mis ojos, que todo el tiempo añoran lo que se llevó la cirugía.

Acabé de hacer las paces con la tristeza en mi última visita al psiquiatra (la cual yo no sabía que era la última). Recordé todo lo que había sido la oscuridad. Me sentí inmensamente triste de haber deseado que el mundo terminara. El mar brotó de mis ojos y, como si la bruja del mar hubiera robado mi voz, me quedé sin palabras.

Y allí estaba yo, en el sofá, convertido en un océano sin voz, dichoso de tener conmigo a la tristeza y a la vida.

Hoy bailo con ella cuando llega, sea por una hora o un día. Aquí estamos ambos. Y qué felicidad.

Chico saliendo del psiquiatra

A comienzos del 2015, estaba hundido. Caía y nada podía detenerlo. Me sentía agobiado y un completo fracaso. No había palabras o manos que me pudieran dar consuelo. Recuerdo que lloraba, gritaba, dormía y no comía. Levantarme era un martirio. Tampoco me gustaba quedarme en cama, pero eso era mejor que el movimiento.

Entendí (quizá con la ayuda de viejos libros) que esa sombra no era una tristeza, era algo más inmenso, un verdadero hundimiento. Y tomé dos grandes decisiones: irme a España y comenzar a buscar terapia. El viaje es otra historia, pero lo otro es esto.

La terapia me parecía algo oscuro, algo que tenía que hacer en las sombras. En la familia, nunca hablábamos del tema, recuerdo incluso palabras despectivas al mencionarla. Así que emprendí la búsqueda solo. Lo primero fue buscar una terapia que me hiciera sentir cómodo y yo, ante todo, quería saber qué ocurría en mi cabeza. Así que elegí la psiquiatría. Qué fortuna que hoy la red sea un enorme directorio.

Busqué alguien que me inspirara confianza y que, sobre todo, tuviera una cita pronto. Me quedé con una psiquiatra en la Roma y fui a escondidas a mi primera cita. Sólo se lo conté a mi mejor amiga, porque siempre nos decimos dónde estamos.

Toqué el timbre, una voz amable me recibió y la terapia comenzó. Primero, conté qué me había llevado ahí y, al sentir unos oídos atentos a mí, un montón de palabras brotaron. Era la primavera de lo que no le contaba a nadie. El diagnóstico fue una depresión, como si se tratara de una fractura o una infección. Lo mejor de un diagnóstico es que hay una solución, un tratamiento para curar, en este caso: paroxetina, terapia y cambios en mi vida.

De alguna forma, tener un diagnóstico me inspiró a hablar sobre mi enfermedad. Le conté a mi familia y a mis amigos. Entiendo la incomodidad de algunos, pero hoy más que nunca me parece importante atender lo que ocurre en nuestra cabeza, eso que no se ve, que sólo se siente.

Y durante un año seguí el tratamiento al pie de la letra, pero después cometí dos grandes errores: dejar el medicamento y la terapia. Al poco tiempo, otra vez me sentía en caída. Así que volví. Y así pasaron los meses. Tiempo en el que aprendí cómo era: mis defensas, mis mecanismos, mis castigos, mis muros y mis latidos. Y al entenderme, encontré lo que tenía que cambiar, a fluir con las emociones y el momento, a escucharme y a cuidarme.

Comencé a hacer grandes cambios en mi vida, cambios realmente importantes: a veces tiraba muros, otras pintaba ventanas y realmente me sentía bien.

La sesión pasada, al contarle cómo estaba, cómo me sentía y qué pensaba, mi psiquiatra me dijo que a este momento que estoy viviendo podemos llamarlo plenitud y que era tiempo de comenzar la etapa para dejar el medicamento: dos semanas más con media dosis y el fin.

Y aquí voy, dejando la paroxetina y apegándome al resto del tratamiento: cuidarme todo el tiempo, incluso en los días más oscuros.

cuidarme

 

Volver

Volví. Mi voz lo dice tranquilamente, pero en realidad me ahogo. La ciudad me parece un laberinto, el viento, pesado y la comida, picante. Todo luce distinto, aunque sólo estuve fuera un año.

Lo más duro es el ritmo. Todo se mueve a un paso que no entiendo, como un baile al que llegué tarde. Nadie se detiene. Intento colarme en algún hueco vacío, sin embargo, todo pasa muy rápido y me topo con muros: la ciudad hizo una vida sin mí. Mis amigos, mi familia y los extraños ahora miran y creen otras cosas. Me siento egoísta, pues deseo que el tiempo no hubiera pasado en este lado del mundo.

Tomo el coche en un intento desesperado por encontrar algo que siga funcionando igual. Funciona. Aunque el alivio es momentáneo. A unos pasos, un letrero con una nueva y absurda velocidad permitida rompe el intento de volver a mi antiguo ritmo. Ni siquiera me puedo mover igual (una multa me lo recordará meses más tarde).

Todavía hablo como si estuviera allá, aunque nadie me escuche. Mi boca y mis dedos están llenos de palabras ajenas y un montón de historias que jamás conté.