Sueño en California

Tomé mi maleta y me lancé con dos amigas a cambiar el año a California. Del diecinueve al veinte. Dejé atrás semanas de pendientes asfixiantes, un diciembre sin gracia y un intento de romance. Era la primera vez en tres años que no llevaba conmigo mi computadora, estaba dispuesto a que fueran verdaderas vacaciones, sin tener que resolver nada: el mundo podría caerse ese invierno.

california

El avión salió de Ciudad de México a Tijuana. El plan era llegar a la frontera, cruzar y viajar por California en un coche: San Francisco, Los Ángeles y San Diego en una semana. Como el vuelo era con una aerolínea barata, me preparé con una buena serie en el iPad: Anne with an E. Creo que lloré todo el camino y, curiosamente, ansiaba con locura una cucharada de mermelada.

Llegamos a las 11 de la mañana a Tijuana y nos tardamos unos cuarenta minutos en cruzar la aduana por el Cross Border Xpress (aunque creo recordar que suelen decir que tardas menos). Después de llegar una vez a Estados Unidos por su frontera con Canadá, nada me parecerá igual. En la frontera con México, el trato es más brusco, casi con cierta furia.

El verdadero gran problema es tramitar el permiso I-94 para poder pasar los 40 kilómetros. La fila parecía de unas dos horas y media o tres. Puedes pagar el trámite en línea, pero en realidad eso en esta frontera no agiliza nada. Todos están formados en la misma fila. Por suerte recordé un viejo consejo: si entraste a Estados Unidos hace menos de seis meses, probablemente ya tienes el permiso. Y así fue. Cada uno tenía un sello en su pasaporte que nos dejaba pasar los 40 kilómetros. Seattle, una vez más, me salvó. Logramos escapar esta fila.

Pasamos por el coche tras varios minutos (esperar fue una constante de este viaje) y en cuanto lo vi, algo me pareció que estaba mal. Culpé a su tamaño: un Beetle no es para tres personas, sobre todo cuando dos tienen piernas largas (no insistamos en entrar donde no nos llaman). Pero comenzamos a movernos. Teníamos que hacerlo ya. Nuestra misión era simple y ambiciosa: llegar a San Francisco esa noche. Unas ocho horas y media, según el mapa.

Comenzamos con mucho ánimo. Pasamos San Diego y luego Los Ángeles. Sólo nos detuvimos a comer y a cargar gasolina. A las pocas horas, llegó la noche y con ella el gran tope de este viaje. A mitad de la nada, el coche se descompuso. Pedimos ayuda a la agencia con un gran problema: ninguno de nosotros tenía un número de celular de Estados Unidos. ¿Cómo una compañía que ofrece servicios a viajeros depende de que tengas las herramientas locales? Este descuido de Avis al diseñar su proceso de auxilio a nosotros nos costó muchas horas.

Estábamos a mitad de la nada, entonces la ayuda tardaría. Pero, en cierto momento, como la ayuda no encontró nuestro número, canceló el apoyo. Y tuvimos que volver a pedir ayuda. Llamamos unas 35 veces a la agencia. Hasta que por fin, tras darle seguimiento cada 15 minutos, pudieron darnos el teléfono de la grúa que nos rescataría. Todavía recuerdo la voz del señor: Don’t worry, you will be found (no se preocupen, ustedes serán encontrados)

Y así fue. Nos encontró a las 3 de la mañana a un grado bajo cero. Tomamos el coche nuevo y partimos a San Francisco. Sin ánimos, con frío y con dos horas más de camino por delante. Confieso que le escribí un mensaje a mi hermana diciéndole que el viaje se había arruinado. ¿Cómo recuperaríamos la energía? Por suerte, estaba equivocado.

Llegamos a San Francisco a las 5:30 de la mañana. Ni siquiera sé cómo logré sacar las llaves del candado del Airbnb. Estaba agotado. Acordamos dormir cuatro horas y salir a la ciudad. Como era de esperar, no pude dormir más que una hora. No sé lidiar con camas ajenas. Pero ese pequeño descanso y una buena ducha caliente me alentaron. Nos compartimos ánimos entre los tres y estábamos listos para comernos a San Francisco.

Viajar solo puede ser una maravilla, pero, en este caso, con un inicio con un tropiezo tan grande, estar acompañado me pareció la fortuna más grande de todas.

La primera parada fue el Golden Gate. Encontrar estacionamiento puede llevar algo de tiempo, pero no es imposible. El puente me impresionó. Como me pasó con la Torre Eiffel, el tamaño fue lo que me asombró. ¿Cómo criaturas tan pequeñas podemos crear algo tan inmenso? Caminamos un rato por allí y, de algún modo, el mar frío entró a mis pulmones y la mala noche se fue. En nuestro pequeño e improvisado picnic aquí, el viaje ya me parecía una delicia. ¿O era la vida en sí?

sanfrancisco

El siguiente punto era la Lombard Street. Esa famosa calle en zigzag. No le encontré gran maravilla a la calle. Curiosa, tal vez. Lo que llamó mi atención fue como los turistas a pie nos hemos adueñado de ese espacio. Son calles para circular en coche, pero estamos de pie, tapando como si fuera nuestro patio. Para una fotografía, claro está. La cual, por cierto, yo no tomé.

Y de allí partimos al centro de la ciudad. Por un momento, me sentí en Seattle. No sé si era mi imaginación o de verdad son similares. Ambas me parecen encantadoras, sólo que San Francisco no está llena de vagabundos. El centro todavía tenía un ambiente navideño. Y de allí caminamos hasta el muelle, donde es famoso el cangrejo, que yo sólo esperaba no tener cerca. Para mí el mar esta hecho para verlo, no para comerlo.

Por suerte encontramos Altalena, un pequeño lugar de vinos y pizzas. Quizá sea la última persona a quien le pedirían una recomendación gastronómica, pero este lugar está muy bien. Para tomar, como el alma vieja e incomprendida que soy, pedí vino rosado y compartimos una pizza bianca y una capricciosa.

Intentamos volver al centro en tranvía, pero sólo pudimos pasar algunas calles porque, al parecer, las calles del centro estaban imposibles, calificativo extraño para cualquier persona que viva en mi ciudad: eso no era imposible, sólo son unos cuantos coches en cada semáforo.

Recordaba muchos comerciales que hablaban del clima perfecto de California, así que imaginé que en invierno tendríamos días templados, pero la realidad es que son casi fríos, esos en los que un suéter no basta. Así que me compré una sudadera y, en mi día perfecto, ¡todo había terminado! Pero una amiga quería ir a conocer la Ópera y la otra quería tomar un trago en Castro. Estaba exhausto, pero lo hice porque para ellas era importante. Viajar con alguien implica hacer acuerdos todo el tiempo.

En Castro, primero intentamos tomar una copa en un bar que me parecía una delicia: los sillones se veían muy cómodos y olía a miel de maple. Pero no había un sólo lugar, así que terminamos en un antrillo (¿es esa la palabra?). Brindamos, bailamos, brindamos, reímos y brindamos. Me di cuenta que, de algún modo, estaba celebrando la vida, la dicha de estar ahí, fuera el lugar que fuera.

Y volvimos a casa (la de San Francisco).

Dormí poco, pero me levanté muy animado porque partiríamos a Los Ángeles y tomaríamos un desvío para conocer Monterey, el lugar donde se desarrolla la serie Big Little Lies. El pueblito (no sé si es la palabra justa para llamarlo) es muy hermoso. El frío convirtió a nuestra caminata por el muelle en un poema. Aunque la verdadera belleza fue la Ruta 1. Es una carretera panorámica junto al mar. Los paisajes son sublimes. Vale la pena el tiempo que tardas en llegar a Los Ángeles. La tomaría una y otra vez sin dudarlo.

ruta1

Y llegamos a Los Ángeles por la noche, poquito antes de las nueve y media. Lo que sólo dejaba tiempo para una cosa: visitar una librería (porque ésas las cierran a las once). Aunque prácticamente ya puedes encontrar cualquier libro en Amazon, visitar librerías me sigue pareciendo una parada obligada. Son lugares místicos, con una magia que, al menos por ahora, no tienen las páginas de internet.

Esa noche, pese a estar en el intento más incómodo de cama, dormí bien.

La premisa del viaje fue el poco tiempo para todo. Lo que nos hacía correr y priorizar algunas cosas por otras. Y quizá fueron las elecciones en Los Ángeles lo que no me dejó disfrutar la ciudad. Elegimos, sobre todo, puntos turísticos, y la mayoría me parecieron llenos y desgastados. Creo que verlos una y otra vez en películas, series y fotos, le ha quitado magia, al menos para mí. La ciudad debe tener muchos encantos, sólo que esta vez yo no los pude encontrar. Aunque por supuesto que hubo maravillas: la instalación Urban Light y la tienda de Funko (soy un nerd sin remedio).

la

Lo interesante de esta tienda es el espacio en sí, no tanto lo que puedes encontrar (prácticamente tienen lo mismo que cualquier tienda). Es un homenaje a la cultura nerd: Harry Potter, Juego de Tronos, Disney, Marvel… Le di a la tienda varias vueltas y me parecía que cada vez encontraba un nuevo rincón. En el capitalismo, cuánta felicidad puede guardar una tienda.

En breve: Creo que en Los Ángeles me faltó tiempo.

Y para cambiar el año, fuimos a una sede de la felicidad: Disneyland. Estoy hecho de sus películas, así que pisar estos parques a mí me parece una auténtica celebración a lo que soy. Éste no lo conocía, pero sí el de Orlando y el de París, así que no necesitaba mapas: estaba en casa. Pudimos subirnos a pocos juegos, eran filas inmensas, pero es parte de la magia de estar ahí ese día. Antes de la medianoche, ya estábamos en la calle principal esperando la cuenta regresiva que pondría fin al 2019 y, justo antes de que empezara, la última canción fue «Into the Unknown». Y se convirtió en una puerta para recibir el 2020.

El año no empezó bien, eso sí. Como a la 1:30 de la mañana, en el último juego, mi mochila salió volando. Vaya cierre para esta aventura. Por suerte, pude recuperarla. Al final del día, los trabajadores hacen un recorrido por el juego y rescatan todos los objetos que cayeron. Por suerte para mí, sólo faltaba media hora para el cierre. Nunca más quiero saber nada de Indiana Jones.

El camino a San Diego fue tranquilo. Vimos poco de la ciudad porque el sol desaparece temprano en California durante el invierno. Pero vi el centro de convenciones y me prometí regresar un verano.

A la mañana siguiente, salimos muy temprano para cruzar la frontera a Tijuana y volver. Como a las dos, ya estaba en casa.

Encuentro a 3267 metros

Paré en Lima para tomar otro avión y allí hallé a la primera pajarilla, Alejandra. Los aeropuertos se han convertido en laberintos conocidos, incluso en la primera visita, así que fue fácil encontrarnos. Corrimos con la fuerza de un año sin vernos. Volamos, pues. Entre maletas de mano, esperamos y subimos al avión con final en La Paz.

No dormí en todo el vuelo. Devoré oscuridad en la ventanilla y un libro en un artilugio digital (que, sobre todo, me convence en los viajes). Alejandra, a unos asientos, dormía. Esa fue la primera constante de la aventura: yo no dormiría, ella sí.

Apenas aterrizamos, el aliento de mi amiga comenzó a perderse, su sangre de costa suplicaba más oxígeno. Yo, con la costumbre de una ciudad alta, no tuve tanto lío. Aunque el aire era pesado, sin duda. En la aduana, una chica, al ver mi pasaporte, me dio la bienvenida y mando fuerza a los mexicanos (que salíamos del terremoto, mas no de sus consecuencias). De algún modo, el aire se volvió menos pesado, pese a estar llevando mi maleta y la de Alejandra.

Las puertas de la frontera se abrieron y allí estaba la causa del viaje, Nathaly, la pajarilla que se casaba. Ser recibido con cariño en un aeropuerto hace que una tierra desconocida, de algún modo, tenga un aroma a casa. Qué gran ritual de bienvenida son los abrazos (y pastillas para los males de altura).

El aire no sólo era pesado, también era frío, muy frío.

Llegamos a nuestro refugio temporal a pasar las últimas de la madrugada con la promesa de comenzar la aventura boliviana en unas horas. Alejandra durmió, yo no.

Empezamos el día con un desayuno ligero aderezado con las historias que no nos contamos en un año y las ansias por la boda, lo que nos ocasionó un ligero retraso. Salimos corriendo a comer a la casa de los papás de Nathaly. Allí vi por primera vez La Paz en la luz. Me sentí abrazado por montañas rocosas.

Paramos un momento a cambiar nuestras monedas por bolivianos. Más tarde descubrí que no hay grandes diferencias de precios entre nuestros países, al menos en el supermercado, la diversión y el transporte.

En casa de los papás de Nathaly, tuvimos una comida casera y en la mesa encontré el primer tesoro para un mexicano gustoso del picante: la llajua, una salsa boliviana. El final fue una taza de té de coca, que ayudó a mi cuerpo a terminar de entender la altura. Estábamos a 3267 metros sobre el nivel del mar.

Mientras revisaban los últimos detalles de la boda, el hermano de Nathaly se convirtió en un héroe clandestino llevándonos a los extranjeros a conocer El Valle de La Luna, una formación rocosa que, según cuentan, a Neil Armstrong le recordó a la superficie lunar. Si un día llego a la Luna, diré que me recuerda a La Paz.

IMG_1277

La siguiente parada fue el comienzo del tour gastronómico del viaje: empanada inflada con un api, una bebida boliviana hecha con granos de maíz morado. Es dulce y muy parecida al atole. Esta combinación fue perfecta para compartir y entender las diferencias entre los países que estábamos en la mesa: Bolivia, Ecuador, Perú y México. Una chica en la mesa dijo que su apellido era Api, y me pareció una gran forma de honrar lo que te gusta: convertirlo en tu apellido. Más tarde supe que ése era su apellido realmente.

La noche llegó con una Huari (la cerveza típica de Bolivia) y una caminata por Calacoto, un barrio algo bohemio con restaurantes, tiendas y librerías. Cada dos cuadras, Nathaly encontraba a un conocido. Realmente es una ciudad pequeña. Todo se interrumpió con un mensaje de la cuarta pajarilla, Rita. Había llegado con Chino. Al encontrarnos, cuestionamos nuestra altura. ¿Siempre fuiste tan alto? ¿Siempre fuiste tan chaparra? El tiempo no había pasado.

La boda fue una celebración a la complicidad con música que no conocía, hasta que llegaron Los Ángeles Azules. En la fiesta, encontramos a otra amiga de la maestría, Mary. El mundo se hace un poco más pequeño cuando tienes personas que abrazar en varios países. Bailamos hasta el final, aunque no sé bailar. Y, de algún modo, terminamos en  Fenómeno, un lugar mitad restaurante, mitad bar comiendo una hamburguesa. Siempre debo comer una hamburguesa en cada país.

La mañana y la tarde del día siguiente pasaron con calma. Pollos Copacabana, una vista panorámica en el teleférico de la ciudad y esperar la salida del autobús al Salar de Uyuni. El trayecto fue terrible, pues, aunque el autobús es cómodo con asientos tipo cama, no pude dormir (no puedo dormir en camas ajenas). El resto de los viajeros durmió bien, sin problemas.

Llegamos a lo que me pareció un pueblo fantasma, pero qué lugar no lo es a las cinco de la mañana. Esperamos un par de horas en una cafetería a que saliera el sol para comenzar el recorrido con Hugo, nuestro guía.

La primera parada fue el cementerio de trenes, un lugar del futuro: sin grandes edificios, sólo vestigios de nuestro paso por el mundo.

IMG_1285

Tras varios minutos de camino en una camioneta, comencé a ver el suelo blanco y, de pronto, todo lo que veía era el blanco del suelo y el azul del cielo. ¿Nos movíamos o el tiempo se detuvo?

IMG_1300

El Salar de Uyuni es un escenario onírico, un desierto blanco. En época de lluvias, caminas sobre las nubes con el efecto espejo.

IMG_1321

Hugo nos dejó en el aeropuerto de Uyuni y volvimos maravillados a La Paz en un avión pequeño. Yo, como muchos otros, estaba lleno de manchas blancas en mi piel y mi ropa. Los vestigios de brincar en el agua llena de sal. José, el esposo de Nathaly, pasó por nosotros y nos llevó a comer otro encanto de Bolivia: el trancapecho, un bolillo relleno con carne, huevo, papa, arroz, tomate y cebolla. Cada mordida era una canción y hasta olvidé el cansancio.

Pese a los huesos que pedían cama, despertamos muy temprano para probar lo que robó mi corazón: las salteñas, pequeñas empanadas rellenas con un guiso de carne. Son jugosas y hay que beber su caldo antes de morder (o algo parecido). Comerlas es un arte y una competencia, pues quien derrame el caldo debe invitar la siguiente ronda.

Tras un desayuno que espero repetir un día (a cualquier hora), fuimos a conocer el centro. Nathaly me dijo que esa zona es un caos. Y realmente lo es. Muchísimos coches, personas, tiendas, restaurantes y manifestaciones. Vimos a las enemigas del caos, las cebritas, botargas que ayudan a volver el centro un lugar más transitable. Caminamos en el Mercado de Las Brujas, un lugar lleno de remedios para todo tipo de males, magia antigua. Terminamos el día en Etno, un bar con tintes bohemios en el centro de la ciudad. Entre Huaris, Paceñas y otros tragos comenzamos a despedirnos. Rita y Chino partieron esa noche.

IMG_1260

Nathaly nos despertó con llauchas, empanadas rellenas de queso típicas de La Paz. Tenían encanto, pero mi corazón le pertenecía las salteas (aún le pertenece). Más tarde, Alejandra y yo recorrimos la ciudad en el autobús turístico. Estos me parecen una gran forma de ver varias referencias de un lugar de un solo golpe. Casi al final del recorrido, paramos en un mirador. A ver, a oler, a sentir, La Paz. Qué alta es.

IMG_1258

Regresamos en trufi, una especie de taxi compartido, a casa de Nathaly como unos exploradores expertos. Incluso ya sabíamos manejar las monedas, una de las pruebas más grandes para los viajeros. Nuestro plan nocturno se vino abajo con la lluvia. En La Paz, hay que estar preparado para todos los climas en un día cualquiera. Pero una noche de pizzas con amigos siempre es un gran plan.

Nuestro último día paso rápido entre maletas, helados, librerías (no me podía ir sin un libro boliviano ilustrado) y una comida en casa de los papás de Nathaly. El final gastronómico fue el pique macho, un platillo con carne, salchichas, papas, cebolla y tomate. La noche llegó con una función de «Drácula», en la que todos parecían conocer a todos. Incluso, al final un señor nos saludó. Más tarde descubrí que era el alcalde de La Paz.

IMG_1259

En la madrugada, Nathaly y José nos fueron a dejar al aeropuerto. El recorrido fue frío y en silencio. Facturamos equipaje y vino el abrazo de despedida con la promesa de volver.  En Lima me despedí de Alejandra con la promesa de ir a Ecuador y esperarla en México.

La ciudad que soñaba

Un camino de nieve me llevó a la ciudad que soñaba. Era un día frío, aunque el Sol intentaba bailar. Entré a una telaraña de maletas, carritos, pasaportes y trenes. Me senté un momento en el vagón a tratar de entender que lo había logrado; junto a mí, un hombre veía una película en su iPad, del otro lado, una chica con un abrigo bebía un café. Logré salir del metro con la ayuda de un chico que siempre ha vivido en ese ciudad y aún teme perderse en ella. Los edificios me deslumbraron, eran monstruos: grandes, majestuosos y llenos de ojos. Alcancé a ver la esquina que brilla a unas cuantas cuadras y comencé a sentirme en otra historia. Cada esquina me parecía conocida (la magia del cine y los libros). Pasé una tarde de comida italiana, la embajada del ratón, la juguetería con la rueda de la fortuna, las escaleras rojas y la tienda departamental, dicen, más grande del mundo (qué habría dicho Violetta). El jueves encontré mi lugar en el mundo, un museo de arte moderno donde vi un cielo estrellado, conocí a Marilyn Monroe y jugué Tetris. Ese día escuché la voz de Elsa (y Elphaba) contarme un cuento sobre una mujer en Nueva York. Al siguiente día, visité un laberinto (nombrado museo) con cuadros de viejos amigos, espejos de brujas, historias antiguas y colores. La noche acabó en la felicidad: una librería de la Quinta Avenida. El sábado, bajo la promesa de una lluvia y una gran aventura, encontré a una amiga; visitamos una corona, viajamos en barco, susurramos secretos en una estación, vimos nacer a la Malvada Bruja del Oeste y cantamos Dancing Queen en una cafetería. Tras unas cuantas horas de sueño, desayuné un pastel de queso, caminé por todos los números y un gran parque. El 31 de marzo, llegaron los veintiséis visitando museos, comiendo una hamburguesa idílica y subiendo a un rascacielos a mirar el atardecer con mi hermana, quien años atrás me había prometido celebrar un cumpleaños en esa ciudad. El martes, tuve una última gran caminata y tomé el camino de vuelta, esta vez sin nieve.

Nueva York Central Park Atardecer en Nueva York Mi lugar en el Mundo Time Square La Estatua de la Libertad

Regresaré.

Larga vida a la magia

Llegué a una tierra de encantos un sábado por la noche. Tras un lago oscuro, encontré el castillo de la zapatilla de cristal y la torre del cabello largo. Miraba aquellas fantasías desde un balcón comiendo hamburguesas y una manzana (para no olvidar el peligro). Después vino el mundo en unos cuantos pasos, soñé en Japón, comí en Alemania y volví a Inglaterra. Esa noche, mientras las estrellas volaban, quise comerme al mundo. Al otro día, visité al árbol de la vida y escuché leones y peces cantar, alguna vez habrá una noche para amar. Cené un sándwich junto a la bruja verde y me pareció un encantamiento. Desperté muy temprano la mañana siguiente. Viaje en tren (vestido de taxi y escaleras eléctricas) a mi castillo. Me detuve en el pueblo mágico a desayunar y a recordar. Mordida, castillo, mordida, castillo, mordida, castillo, cerveza de mantequilla, castillo. En él, encontré a la Reina. Larga vida a ella. La magia corría por todo mi cuerpo. El miércoles fue una pausa de chocolates y ciudad. Luego regresé a la primera isla encantada, y esa vez también visité el castillo en el que vivía una bestia y en el que vivía una sirena. El viernes me metí al sombrero de un mago y llegué a la época del cine desde los coches y a la lucha de todas las pesadillas. Esa noche intenté guardar toda la magia en la maleta. Antes de partir, volví a saludar al mundo entero esa mañana. Y subí al dragón para volver a casa.

El castillo del cabelloHogwarts La bruja verde

Quiero volver.