Encuentro a 3267 metros

Paré en Lima para tomar otro avión y allí hallé a la primera pajarilla, Alejandra. Los aeropuertos se han convertido en laberintos conocidos, incluso en la primera visita, así que fue fácil encontrarnos. Corrimos con la fuerza de un año sin vernos. Volamos, pues. Entre maletas de mano, esperamos y subimos al avión con final en La Paz.

No dormí en todo el vuelo. Devoré oscuridad en la ventanilla y un libro en un artilugio digital (que, sobre todo, me convence en los viajes). Alejandra, a unos asientos, dormía. Esa fue la primera constante de la aventura: yo no dormiría, ella sí.

Apenas aterrizamos, el aliento de mi amiga comenzó a perderse, su sangre de costa suplicaba más oxígeno. Yo, con la costumbre de una ciudad alta, no tuve tanto lío. Aunque el aire era pesado, sin duda. En la aduana, una chica, al ver mi pasaporte, me dio la bienvenida y mando fuerza a los mexicanos (que salíamos del terremoto, mas no de sus consecuencias). De algún modo, el aire se volvió menos pesado, pese a estar llevando mi maleta y la de Alejandra.

Las puertas de la frontera se abrieron y allí estaba la causa del viaje, Nathaly, la pajarilla que se casaba. Ser recibido con cariño en un aeropuerto hace que una tierra desconocida, de algún modo, tenga un aroma a casa. Qué gran ritual de bienvenida son los abrazos (y pastillas para los males de altura).

El aire no sólo era pesado, también era frío, muy frío.

Llegamos a nuestro refugio temporal a pasar las últimas de la madrugada con la promesa de comenzar la aventura boliviana en unas horas. Alejandra durmió, yo no.

Empezamos el día con un desayuno ligero aderezado con las historias que no nos contamos en un año y las ansias por la boda, lo que nos ocasionó un ligero retraso. Salimos corriendo a comer a la casa de los papás de Nathaly. Allí vi por primera vez La Paz en la luz. Me sentí abrazado por montañas rocosas.

Paramos un momento a cambiar nuestras monedas por bolivianos. Más tarde descubrí que no hay grandes diferencias de precios entre nuestros países, al menos en el supermercado, la diversión y el transporte.

En casa de los papás de Nathaly, tuvimos una comida casera y en la mesa encontré el primer tesoro para un mexicano gustoso del picante: la llajua, una salsa boliviana. El final fue una taza de té de coca, que ayudó a mi cuerpo a terminar de entender la altura. Estábamos a 3267 metros sobre el nivel del mar.

Mientras revisaban los últimos detalles de la boda, el hermano de Nathaly se convirtió en un héroe clandestino llevándonos a los extranjeros a conocer El Valle de La Luna, una formación rocosa que, según cuentan, a Neil Armstrong le recordó a la superficie lunar. Si un día llego a la Luna, diré que me recuerda a La Paz.

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La siguiente parada fue el comienzo del tour gastronómico del viaje: empanada inflada con un api, una bebida boliviana hecha con granos de maíz morado. Es dulce y muy parecida al atole. Esta combinación fue perfecta para compartir y entender las diferencias entre los países que estábamos en la mesa: Bolivia, Ecuador, Perú y México. Una chica en la mesa dijo que su apellido era Api, y me pareció una gran forma de honrar lo que te gusta: convertirlo en tu apellido. Más tarde supe que ése era su apellido realmente.

La noche llegó con una Huari (la cerveza típica de Bolivia) y una caminata por Calacoto, un barrio algo bohemio con restaurantes, tiendas y librerías. Cada dos cuadras, Nathaly encontraba a un conocido. Realmente es una ciudad pequeña. Todo se interrumpió con un mensaje de la cuarta pajarilla, Rita. Había llegado con Chino. Al encontrarnos, cuestionamos nuestra altura. ¿Siempre fuiste tan alto? ¿Siempre fuiste tan chaparra? El tiempo no había pasado.

La boda fue una celebración a la complicidad con música que no conocía, hasta que llegaron Los Ángeles Azules. En la fiesta, encontramos a otra amiga de la maestría, Mary. El mundo se hace un poco más pequeño cuando tienes personas que abrazar en varios países. Bailamos hasta el final, aunque no sé bailar. Y, de algún modo, terminamos en  Fenómeno, un lugar mitad restaurante, mitad bar comiendo una hamburguesa. Siempre debo comer una hamburguesa en cada país.

La mañana y la tarde del día siguiente pasaron con calma. Pollos Copacabana, una vista panorámica en el teleférico de la ciudad y esperar la salida del autobús al Salar de Uyuni. El trayecto fue terrible, pues, aunque el autobús es cómodo con asientos tipo cama, no pude dormir (no puedo dormir en camas ajenas). El resto de los viajeros durmió bien, sin problemas.

Llegamos a lo que me pareció un pueblo fantasma, pero qué lugar no lo es a las cinco de la mañana. Esperamos un par de horas en una cafetería a que saliera el sol para comenzar el recorrido con Hugo, nuestro guía.

La primera parada fue el cementerio de trenes, un lugar del futuro: sin grandes edificios, sólo vestigios de nuestro paso por el mundo.

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Tras varios minutos de camino en una camioneta, comencé a ver el suelo blanco y, de pronto, todo lo que veía era el blanco del suelo y el azul del cielo. ¿Nos movíamos o el tiempo se detuvo?

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El Salar de Uyuni es un escenario onírico, un desierto blanco. En época de lluvias, caminas sobre las nubes con el efecto espejo.

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Hugo nos dejó en el aeropuerto de Uyuni y volvimos maravillados a La Paz en un avión pequeño. Yo, como muchos otros, estaba lleno de manchas blancas en mi piel y mi ropa. Los vestigios de brincar en el agua llena de sal. José, el esposo de Nathaly, pasó por nosotros y nos llevó a comer otro encanto de Bolivia: el trancapecho, un bolillo relleno con carne, huevo, papa, arroz, tomate y cebolla. Cada mordida era una canción y hasta olvidé el cansancio.

Pese a los huesos que pedían cama, despertamos muy temprano para probar lo que robó mi corazón: las salteñas, pequeñas empanadas rellenas con un guiso de carne. Son jugosas y hay que beber su caldo antes de morder (o algo parecido). Comerlas es un arte y una competencia, pues quien derrame el caldo debe invitar la siguiente ronda.

Tras un desayuno que espero repetir un día (a cualquier hora), fuimos a conocer el centro. Nathaly me dijo que esa zona es un caos. Y realmente lo es. Muchísimos coches, personas, tiendas, restaurantes y manifestaciones. Vimos a las enemigas del caos, las cebritas, botargas que ayudan a volver el centro un lugar más transitable. Caminamos en el Mercado de Las Brujas, un lugar lleno de remedios para todo tipo de males, magia antigua. Terminamos el día en Etno, un bar con tintes bohemios en el centro de la ciudad. Entre Huaris, Paceñas y otros tragos comenzamos a despedirnos. Rita y Chino partieron esa noche.

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Nathaly nos despertó con llauchas, empanadas rellenas de queso típicas de La Paz. Tenían encanto, pero mi corazón le pertenecía las salteas (aún le pertenece). Más tarde, Alejandra y yo recorrimos la ciudad en el autobús turístico. Estos me parecen una gran forma de ver varias referencias de un lugar de un solo golpe. Casi al final del recorrido, paramos en un mirador. A ver, a oler, a sentir, La Paz. Qué alta es.

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Regresamos en trufi, una especie de taxi compartido, a casa de Nathaly como unos exploradores expertos. Incluso ya sabíamos manejar las monedas, una de las pruebas más grandes para los viajeros. Nuestro plan nocturno se vino abajo con la lluvia. En La Paz, hay que estar preparado para todos los climas en un día cualquiera. Pero una noche de pizzas con amigos siempre es un gran plan.

Nuestro último día paso rápido entre maletas, helados, librerías (no me podía ir sin un libro boliviano ilustrado) y una comida en casa de los papás de Nathaly. El final gastronómico fue el pique macho, un platillo con carne, salchichas, papas, cebolla y tomate. La noche llegó con una función de «Drácula», en la que todos parecían conocer a todos. Incluso, al final un señor nos saludó. Más tarde descubrí que era el alcalde de La Paz.

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En la madrugada, Nathaly y José nos fueron a dejar al aeropuerto. El recorrido fue frío y en silencio. Facturamos equipaje y vino el abrazo de despedida con la promesa de volver.  En Lima me despedí de Alejandra con la promesa de ir a Ecuador y esperarla en México.

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